julio 05, 2009
julio 04, 2009
Habitamos en la hipocresía, el mundo del ridículo, un planeta en el que, por ejemplo, Felipe Calderón, el presidente impuesto en 2006, exige a Honduras restituir la vía democrática.
Democracia, esa palabra vaciada de sentido desde tiempo atrás, hoy es sólo una burla, el bastón con el que mediocres políticos caminan hacia el enriquecimiento propio a costa de sus sociedades.
A manera superficial, se entiende que la democracia significa el gobierno del pueblo, es decir, aquél en que los habitantes de la sociedad tienen una participación activa en el quehacer político, en el devenir de su país. No obstante, en México hace décadas que no es posible hablar de instituciones confiables que fomenten la intervención de los pueblos en las decisiones que marcan el rumbo de sus vidas.
La historia que laceró a los mexicanos el 6 de julio de 1988 dio lugar al nacimiento del Instituto Federal Electoral, mismo que de forma vergonzosa y cínica puso la mesa para el fraudulento festín que departió Calderón con conocidos políticos y empresarios en 2006.
Hace tres años fue montado un circo como nunca antes había sido visto, con total consentimiento del organismo electoral que, se supone, existe para garantizar que el sufragio del pueblo sea efectivo. El recuerdo que nos queda de la forma en que el hoy “presidente” llegó al poder, consta de incontables spots de desmedidas mentiras auspiciadas no sólo por los mismos partidos, sino por el sector empresarial; de mantas instaladas a la salida de las casillas con datos totalmente distintos a los existentes en el conteo virtual del instituto electoral; de partidos de supuesta oposición que no tardaron en admitir un triunfo que a leguas se distinguía como inexistente, y un sentimiento total de desamparo, al comprender que no había un sólo rincón “legal” en el que la verdad jugara un papel determinante.
El IFE y los partidos políticos invitan hoy a votar, tras haber perdido la confianza de un amplio sector de la población. Sin embargo, en los actos, que son los que cuentan, impera la doble moral y los discursos falaces con que se busca ganar un voto.
El órgano electoral predica, ante todo, la incoherencia. Ninguna institución que se digne de servir al pueblo debería, por ejemplo, contar con consejeros que se aumentan el sueldo a 330,000 pesos al mes, en un país donde el salario mínimo diario va de los 54.8 a 51.95 pesos.
Hace algunos días la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Electorales editó, con el IFE, un Manual para que el funcionario de casilla evite cualquier tipo de acto ilícito que perjudique las votaciones del próximo 5 de julio. Lamentablemente, nos ha quedado claro que los fraudes que se han cometido en los comicios no dependen de los vecinos que instalan las casillas, a quienes en 2006 se usó de comodín al lanzar la campaña en que se cuestionaba si los mexicanos habrían hecho un fraude a los mismos mexicanos.
Por su parte, los partidos políticos – independientemente de la corriente de la que se trate – muestran una total incongruencia con respecto a aquella lluvia de palabras que gustan de desparramar cada campaña, promesas que al llegar el momento de los actos, demuestran haber sido sólo una forma de ganar votos.
El teatro de la democracia costará a los mexicanos, en esta ocasión, 12 mil millones de pesos, presupuesto similar al otorgado para todo el año 2009 al Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (más de 15 mil mdp) y menor a lo asignado al sector cultural (11 mil 651 mdp).
La historia nos ha demostrado que la participación ciudadana debe ir más allá del depositar una boleta en una urna cada ciertos años, más aún cuando ni siquiera este acto es confiable.
Más allá del voto en blanco, el abstencionismo o el voto por un determinado candidato, lo realmente necesario es comprender el caduco modelo de farsa democrática en que vivimos y, en el cual, jamás lograremos cambios de fondo ni, mucho menos, una política que no tenga ningún otro interés que el de servir a la dignidad humana.
Cabe entonces hacer un sincero llamado a la bien pensada lucha de cada ser consciente, desde su pequeña o gran trinchera, con el pleno convencimiento de que urge comprender que ningún político, por mejores intenciones que tenga o diga tener, transformará por sí mismo un país que clama por nuevos rumbos, trazados por esa mayoría que vive y siente diariamente el ridículo en que hoy habita...